Comentario de María Verdú: (Primera parte) A medida que avanzas en la lectura del libro –escrito, salvo contadas excepciones, en pasado y en plural- vas sintiendo una mezcla de desasosiego y de indignación, no exenta de cierta sensación de culpa. Motivos no faltan, porque el autor lleva a cabo un repaso nada complaciente de la España reciente, poniendo de manifiesto la ceguera ciudadana -debida seguramente al aturdimiento que produce el hechizo del dinero y de la prosperidad- y que nos impedía darnos cuenta de la inconsistencia de la situación. Denuncia con datos objetivos y a mi entender irrebatibles: - Los cambios producidos en la moral pública y privada, que propiciaron la corrupción generalizada. - La desaparición de los controles efectivos de la legalidad de las decisiones políticas - La incapacidad de crear una administración pública y profesional, que, a la postre, se convierte en una administración descaradamente clientelar. - El vergonzoso despilfarro en gastos superfluos en lo aparente y efímero, en vez de invertir en lo esencial y duradero. - El fomento irresponsable del sectarismo y del clientelismo hasta el extremo de que la explícita adhesión política es el mayor mérito de todos los méritos. Tal panorama desolador –entiende Muñoz Molina- no es responsabilidad exclusiva de la clase política, sino que cuenta con la indiferencia, la claudicación o incluso la adhesión de sectores amplios de la ciudadanía, aparte de la mezcla de negligencia profesional, militancia sectaria y disposición cortesana de una parte de los medios informativos. Echa de menos el autor que no se haya hecho pedagogía democrática, (predicando con el ejemplo, por supuesto), la ausencia de la necesaria autocrítica y que el espectáculo y los insultos hayan prevalecido sobre los debates con contrastes argumentados y civilizados de ideas.
Comentario de María Verdú: (segunda parte) Con la plena convicción de que la vida es tan complicada que raramente las personas, las ideas, las posturas políticas pueden dividirse en dos bandos, lamenta la insoportable soledad del heterodoxo que, por no querer acogerse a una trinchera o a otra, se encuentra en tierra de nadie, llegándole el fuego cruzado de los que se han puesto de acuerdo para atacarle. En la visión retrospectiva que hace del año 2007 en 2012, a través de la hemeroteca del diario El País, toma conciencia de la gravedad de los cambios producidos, que, al ser tan graduales, habían permitido el espejismo de una permanencia ilusoria. A la vista de los espectaculares records de crecimiento y ganancias del binomio 2006-07, se pregunta, entre asombrado e incrédulo, cómo es que ese ruido no nos atronaba, qué veíamos, en qué estábamos pensando. Lo compara con el efecto del fragor de una catarata sobre quienes viven tan cerca de ella que ya no la escuchan. Atribuye a una viñeta de El Roto de principios de 2007 el dictamen más contundente sobre lo que sucedía entonces y que los demás no veíamos. Fueron muchos y muy notables los casos de corrupción que salían a la luz, unidos muchas veces a ataques al patrimonio urbano y cultural, hasta llegar a un grado máximo de vileza ética y estética. Triunfo, en definitiva, del incivismo y éxito de los trepadores, los corruptos y los enchufados. Después de relatar sus experiencias visitando y viviendo en otros países de los que dice haber aprendido mucho y que le han ayudado a apreciar lo español, recuerda la incertidumbre máxima que vivimos tras la muerte de Franco y el golpe de estado del 23 de febrero de 1981, con el peligro de perder esa noche lo que con tanta dificultad habíamos ganado en los últimos años. Afortunadamente no sucedió lo peor, la democracia se fue asentando y conseguimos unos notables niveles de bienestar social y libertades públicas antes impensables; si bien deplora que con el paso del tiempo no supiéramos construir lo que más falta nos hacía, una verdadera tradición democrática.
Comentario de María Verdú: (tercera parte) Comprueba que ya en 2012 el estado de alucinación colectiva había terminado y que todo lo que era sólido ya se estaba disolviendo en el aire. Ahora bien, en medio de la quiebra, mientras se mantienen los mismos fastos de siempre (caravanas de coches oficiales, televisiones, fiestas,…) solo se ahorra con decisión en aquello que es fundamental: en escuelas, en profesores, en asistencia sanitaria, en investigación científica. Después de un lúcido repaso de las últimas décadas, en la tercera parte del libro el autor alerta del peligro de destrucción de lo creado y, por tanto, de la necesidad de continua vigilancia. Hace hincapié en la idea de que construir bien algo valioso cuesta mucho esfuerzo, mucho tiempo, mucho talento y mucha paciencia, en tanto que destruir es rápido y no cuesta prácticamente nada. De ahí, pues, la importancia de no olvidar el valor de la precariedad de lo bueno que se ha conquistado, porque entonces se olvida también la necesidad de su defensa constante. Nada está a salvo, insiste. Los derechos irrenunciables de verdad (la educación, la salud, la seguridad jurídica que ampara el ejercicio de las libertades y de la iniciativa personal) son demasiado valiosos como para dejarlos a merced de la codicia de los intereses privados o de las banderías políticas. Mientras había dinero –recuerda- nada importaba de verdad ni parecía tener consecuencias; ahora, sin embargo, todo importa entre nosotros. En un aprendizaje que considera saludable entiende que habrá que aprender a aprovechar al máximo bienes escasos y a agudizar el ingenio para sacar recursos de donde parece que no hay. En definitiva, aprender de los errores y evitar repetirlos. Pese a todo lo sucedido, desmiente pronósticos fatalistas al tiempo que hace una llamada entusiasta a una civilizada rebelión cívica cimentada en una serie de premisas. A saber: control y petición de cuentas a los políticos, escrupulosa gestión del gasto público, acuerdos que ahorren el desgaste de la confrontación inútil, unión de fuerzas, aceptación verdadera del otro, empezando con una rebaja general y limitada de las identidades; desoír la palabrería y comprobar los hechos, que son los que verdaderamente hablan por nosotros. Esfuerzo colectivo, en suma, de vigilancia reivindicativa y de responsabilidad, de activismo público y honestidad privada. Sin perder nunca de vista que no hay sitio para la certeza, para ninguna certeza. Nada es tan sólido –concluye- que no pueda desvanecerse mañana mismo en el aire. Nada es tan inverosímil que no pueda suceder. Tan solo añadir para terminar que se podrá estar de acuerdo o disentir, en todo o en parte, del contenido del libro, pero entiendo que resulta tremendamente útil para reflexionar y, aparte del disfrute que supone leer tan magnífica prosa, destacaría mi impresión de que está escrito con la mayor sinceridad y honestidad, sin rehuir –lo que cabe subrayar por lo poco frecuente que es- la propia autocrítica. Para mí, desde luego, estamos ante un libro de indispensable lectura.
Comentario de María Verdú:
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A medida que avanzas en la lectura del libro –escrito, salvo contadas excepciones, en pasado y en plural- vas sintiendo una mezcla de desasosiego y de indignación, no exenta de cierta sensación de culpa. Motivos no faltan, porque el autor lleva a cabo un repaso nada complaciente de la España reciente, poniendo de manifiesto la ceguera ciudadana -debida seguramente al aturdimiento que produce el hechizo del dinero y de la prosperidad- y que nos impedía darnos cuenta de la inconsistencia de la situación.
Denuncia con datos objetivos y a mi entender irrebatibles:
- Los cambios producidos en la moral pública y privada, que propiciaron la corrupción generalizada.
- La desaparición de los controles efectivos de la legalidad de las decisiones políticas
- La incapacidad de crear una administración pública y profesional, que, a la postre, se convierte en una administración descaradamente clientelar.
- El vergonzoso despilfarro en gastos superfluos en lo aparente y efímero, en vez de invertir en lo esencial y duradero.
- El fomento irresponsable del sectarismo y del clientelismo hasta el extremo de que la explícita adhesión política es el mayor mérito de todos los méritos.
Tal panorama desolador –entiende Muñoz Molina- no es responsabilidad exclusiva de la clase política, sino que cuenta con la indiferencia, la claudicación o incluso la adhesión de sectores amplios de la ciudadanía, aparte de la mezcla de negligencia profesional, militancia sectaria y disposición cortesana de una parte de los medios informativos.
Echa de menos el autor que no se haya hecho pedagogía democrática, (predicando con el ejemplo, por supuesto), la ausencia de la necesaria autocrítica y que el espectáculo y los insultos hayan prevalecido sobre los debates con contrastes argumentados y civilizados de ideas.
Comentario de María Verdú:
ResponderEliminar(segunda parte)
Con la plena convicción de que la vida es tan complicada que raramente las personas, las ideas, las posturas políticas pueden dividirse en dos bandos, lamenta la insoportable soledad del heterodoxo que, por no querer acogerse a una trinchera o a otra, se encuentra en tierra de nadie, llegándole el fuego cruzado de los que se han puesto de acuerdo para atacarle.
En la visión retrospectiva que hace del año 2007 en 2012, a través de la hemeroteca del diario El País, toma conciencia de la gravedad de los cambios producidos, que, al ser tan graduales, habían permitido el espejismo de una permanencia ilusoria. A la vista de los espectaculares records de crecimiento y ganancias del binomio 2006-07, se pregunta, entre asombrado e incrédulo, cómo es que ese ruido no nos atronaba, qué veíamos, en qué estábamos pensando. Lo compara con el efecto del fragor de una catarata sobre quienes viven tan cerca de ella que ya no la escuchan. Atribuye a una viñeta de El Roto de principios de 2007 el dictamen más contundente sobre lo que sucedía entonces y que los demás no veíamos.
Fueron muchos y muy notables los casos de corrupción que salían a la luz, unidos muchas veces a ataques al patrimonio urbano y cultural, hasta llegar a un grado máximo de vileza ética y estética. Triunfo, en definitiva, del incivismo y éxito de los trepadores, los corruptos y los enchufados.
Después de relatar sus experiencias visitando y viviendo en otros países de los que dice haber aprendido mucho y que le han ayudado a apreciar lo español, recuerda la incertidumbre máxima que vivimos tras la muerte de Franco y el golpe de estado del 23 de febrero de 1981, con el peligro de perder esa noche lo que con tanta dificultad habíamos ganado en los últimos años. Afortunadamente no sucedió lo peor, la democracia se fue asentando y conseguimos unos notables niveles de bienestar social y libertades públicas antes impensables; si bien deplora que con el paso del tiempo no supiéramos construir lo que más falta nos hacía, una verdadera tradición democrática.
Comentario de María Verdú:
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Comprueba que ya en 2012 el estado de alucinación colectiva había terminado y que todo lo que era sólido ya se estaba disolviendo en el aire. Ahora bien, en medio de la quiebra, mientras se mantienen los mismos fastos de siempre (caravanas de coches oficiales, televisiones, fiestas,…) solo se ahorra con decisión en aquello que es fundamental: en escuelas, en profesores, en asistencia sanitaria, en investigación científica.
Después de un lúcido repaso de las últimas décadas, en la tercera parte del libro el autor alerta del peligro de destrucción de lo creado y, por tanto, de la necesidad de continua vigilancia. Hace hincapié en la idea de que construir bien algo valioso cuesta mucho esfuerzo, mucho tiempo, mucho talento y mucha paciencia, en tanto que destruir es rápido y no cuesta prácticamente nada. De ahí, pues, la importancia de no olvidar el valor de la precariedad de lo bueno que se ha conquistado, porque entonces se olvida también la necesidad de su defensa constante. Nada está a salvo, insiste. Los derechos irrenunciables de verdad (la educación, la salud, la seguridad jurídica que ampara el ejercicio de las libertades y de la iniciativa personal) son demasiado valiosos como para dejarlos a merced de la codicia de los intereses privados o de las banderías políticas.
Mientras había dinero –recuerda- nada importaba de verdad ni parecía tener consecuencias; ahora, sin embargo, todo importa entre nosotros. En un aprendizaje que considera saludable entiende que habrá que aprender a aprovechar al máximo bienes escasos y a agudizar el ingenio para sacar recursos de donde parece que no hay. En definitiva, aprender de los errores y evitar repetirlos.
Pese a todo lo sucedido, desmiente pronósticos fatalistas al tiempo que hace una llamada entusiasta a una civilizada rebelión cívica cimentada en una serie de premisas. A saber: control y petición de cuentas a los políticos, escrupulosa gestión del gasto público, acuerdos que ahorren el desgaste de la confrontación inútil, unión de fuerzas, aceptación verdadera del otro, empezando con una rebaja general y limitada de las identidades; desoír la palabrería y comprobar los hechos, que son los que verdaderamente hablan por nosotros. Esfuerzo colectivo, en suma, de vigilancia reivindicativa y de responsabilidad, de activismo público y honestidad privada.
Sin perder nunca de vista que no hay sitio para la certeza, para ninguna certeza. Nada es tan sólido –concluye- que no pueda desvanecerse mañana mismo en el aire. Nada es tan inverosímil que no pueda suceder.
Tan solo añadir para terminar que se podrá estar de acuerdo o disentir, en todo o en parte, del contenido del libro, pero entiendo que resulta tremendamente útil para reflexionar y, aparte del disfrute que supone leer tan magnífica prosa, destacaría mi impresión de que está escrito con la mayor sinceridad y honestidad, sin rehuir –lo que cabe subrayar por lo poco frecuente que es- la propia autocrítica.
Para mí, desde luego, estamos ante un libro de indispensable lectura.